En el ardiente sol de esta playa mi piel arde y se quema.
Siento como el calor penetra a través de mi piel. El calor me rodea en un
abrazo delicioso que me relaja y me lleva a un paraíso cálido. Las olas rugen
queriendo lamer mis pies, yo me hago del rogar huyendo de sus lenguas húmedas y
cálidas. Diciéndoles que en un momento iré, en un momento cuando las cálidas
manos de mi amante el sol dejen de acariciarme suavemente con tan tierna
lujuria, caricias suaves que proyectan en mi mente imágenes de sedas y telas
suaves.
Corriendo por un estrecho pasadizo oscuro. Tropiezo a cada
paso, me arrastro con desesperación. Me digo que tengo que seguir, me levanto
bruscamente golpeándome contra la pared. No veo nada, ni siquiera las manos frente
a mi cara, pero tengo que seguir. Y sigo corriendo con miedo de volver a caer,
con el miedo que provoca esa oscuridad profunda e insondable que te oculta mil
horrores. Comienzo a jadear, el sudor corre por mi frente, los músculos
comienzan a dolerme, los tobillos comienzan a doblarse y vuelvo a caer, mis
ropas se rasgan y mi piel sangra.
Navegando en este mar negro y profundo contemplando como
el inmenso cielo estrellado se va
ocultando por unas nubes densas que palpitan con un fulgor proveniente de sus
entrañas y que rugen con estruendo a cada paso. Una tormenta se acerca a esta
superficie tambaleante y ondeante de agua salada, solo me queda disfrutar de la
tranquilidad que antecede la calma.